Como buen mago,
el asador prepara el espectáculo
para encantar a los comensales.
Paisanos y forasteros llegan al valle
donde el pasto crece en remolinos como el pelo del ganado,
para iniciarse en los rituales del fuego.
El parrillero
ofrece a su público
de lo que tiene, lo más preciado:
su tradición.
Con los chispazos inaugurales
comienza el rito
Las llamas rugen
en euskera y en criollo
Al caer la noche, el fuerte abriga
con su poncho de guarda pampa
a cuanto viajero/paisano busque refugio
en el calor de una brasa.
A media luz,
entre el olor a carbón y a cuero,
los concurrentes/ los invitados,
con ojos como linternas
quedan magnetizados por el fuego,
majestuoso,
en el centro del salón.
Y en las entrañas de la fogata,
el manjar,
en todo su esplendor,
gotea caliente la baldosa
y la engrasa de sabor
con un jugo
único,
urdido en trueques
de recetas milenarias
entre Gautxos y Pampas.
Y entre la farra y el chamullo circula la leyenda
de los vascos que tuvieron que irse
a trabajar la tierra ajena
y hoy vuelven orgullosos
para ofrecerle un banquete
a todo aquel que quiera rendirle culto al sabor.
Como si la historia de dos países
cabiese en un día,
asadores y sus hijos
y los hijos de sus hijos,
trabajan.
Incansablemente.
Para que el banquete dure otro siglo
y que el fuego nunca se apague.